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La vida es un balón redondo • Historias de Fútbol

"El primer y último pitido de un árbitro en un partido", escribió Vladimir Dimitrijevic en La vida es un balón redondo, "el comienzo y el final de un libro"

El balón como símbolo de la existencia: una vida que bota y rebota, que se pierde por fallar un pase tonto, que se escurre en un mal control, que unas veces parece que la dominemos, y otras, solo podemos resignarnos a mirarla en los pies del rival; una vida que bota libre y traicionera y que, en muchas jugadas, se pierde por la línea de banda aunque nos dejemos el alma corriendo tras ella. El balón redondo, la esfera perfecta, como metáfora de ese viaje circular que es la vida.

«El primer y último pitido de un árbitro en un partido», escribió Vladimir Dimitrijevic en La vida es un balón redondo, «el comienzo y el final de un libro». La lectura de un partido, no en vano, tiene muchas similitudes con la lectura de un libro. De hecho, una novela funciona con el mismo guión que un partido de fútbol. Antes de comenzar el encuentro, antes de la primera palabra, la página está en blanco y todo puede suceder en esta historia. Tras el peloteo inicial, necesario para familiarizarse con los personajes, arrancará un primer tiempo donde todo es posible, pero que desembocará en una segunda mitad, ya determinada por lo acontecido en la primera, y a la que, irremediablemente, pondrán fin los tres pitidos del árbitro.

Dimitrijevic sostiene que los futbolistas tienen mucho de escritores: hay jugadores y jugadores, pero sobre todos los demás sobresalen los que poseen ese don innato, esa cualidad que no se puede falsificar, ese algo que no se aprende: «Es exactamente como el que tiene un estilo en la literatura, pues en mi opinión hay una correlación entre este deporte y la literatura». Los mejores jugadores, en consecuencia, son los que más se parecen a don Quijote: se dejan llevar por la imaginación y no temen a los gigantescos molinos que se cruzan en sus andanzas. «Hoy en día», se lamenta, «el miedo a la derrota es tal que se empiezan los partidos temiendo cualquier movimiento en el marcador». El fútbol, para él, tiene mucho que ver con las calenturas del corazón y no tanto con la frialdad de las tácticas. Los verdaderos aficionados al fútbol lo ven como el buen lector se acerca a un libro: con devoción, con una fe infinita.

El misterio del fútbol y de la literatura también tienen algo en común: la inagotable variedad de los hombres. No existen dos jugadores iguales como tampoco existen dos escritores iguales. Un partido de fútbol es irrepetible del mismo modo en que lo es una novela. Sin embargo, tanto los hinchas como los lectores se acercan a la lectura del partido por las mismas razones: fútbol y literatura los colman de certezas y, durante los 90 minutos del partido, mientras quedan páginas del libro por pasar, se reencuentran con un orden preestablecido.

Dimitrijevic concibe el fútbol como hilo conductor de su vida, como un tema recurrente que le ayuda a ordenar su periplo vital. Él pateó la infancia con pelotas de trapo, latas de conservas o pedazos de yeso. «La pasión por el fútbol me atrapó contra la opinión de mis padres», recuerda. En aquella inocente patada nació su amor incondicional. Los botes traicioneros de la calle lo formaron como jugador: «Los jugadores de aquella generación», recuerda, «no tomaron sus clases sobre céspedes lisos ni sobre terrenos reglamentarios. En los suelos donde jugaban, todo era posible, y el bote más desconcertante era natural y esperado».

LA VIDA REDONDA

Comenzó jugando de portero con su primo en Belgrado. Soñaba con atrapar los balones como lo hacía su ídolo Lovric. El día de Pascua, en 1943, mientras su primo ponía a prueba sus reflejos, vieron que el cielo se poblaba de pájaros negros que bombardeaban sin piedad su ciudad. Terminó, con los años, jugando de delantero. Le fascinaban esos pistoleros que rondan el área con «una sola idea en la cabeza, como en los poetas o en los grandes novelistas. Insensatez, sí, pero insensatez grandiosa, divina».

En el patio de la escuela compartió patadas con Dragoslav Sekularac. Con 12 años militó en El Héroe, un equipo de gitanos donde tocó por primera vez un balón y supo que tocaba algo sagrado. También donde se calzó sus primeras botas, de segunda o tercera mano, y que le iban varios números grandes. Pronto aprendió que el verdadero rival no estaba en la otra mitad del campo, sino en la suya: debía jugar siempre contra sí mismo y ser capaz de verse con los ojos del rival. Hizo de recogepelotas en un Hungría-Yugoslavia disputado en Belgrado, dos años antes de tener que exiliarse a Suiza y convertirse en uno de los primeros refugiados políticos del Este.

Gracias al fútbol, logró que le tramitasen los papeles para poder encontrar trabajo como librero. Y gracias al fútbol, mantuvo contacto con su país: alegrándose cuando escuchaba por la radio las victorias de su selección, y sintiéndose infinitamente triste a la vez por no poder disfrutarlas con los suyos. Diez años después de calzarse sus primeras botas, se vio obligado a colgarlas: como a tantos otros, una lesión le apartó del fútbol. Y como a muchísimos otros, nunca dejó de fascinarle lo que sentía cada vez que veía un balón rodado.

En los años 20, el novelista Giraudoux fue más allá en el prólogo de La gloire du football: era el rey de los juegos. Sin embargo, ambos coinciden en que la ausencia de manos a la hora de jugarlo es lo que convierte este deporte-juego en algo más. Giraudoux consideraba a los porteros como «animales tramposos» por ser los únicos que, en el rectángulo del área, podían utilizar las extremidades superiores; esas que, según Dimitrijevic, otorgan al hombre el mayor grado de precisión y destreza.

Cuando rueda un balón, cambian las reglas del juego y los jugadores se ven «forzados a vérselas de nuevo con un recuerdo animal enterrado en alguna parte de sí mismo». Y añade: «Uno no suele pensar en sus piernas, lo mismo que no suele en su corazón. La pierna pertenece a los prehistórico o, mejor, a la época en que los miembros y los órganos formaban un todo». El fútbol, entonces, se revela contra el resto de artes y le adjudica el papel principal a un miembro secundario: las piernas.

Nota de Miguel Ángel Ortiz para Panenka

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